Es una ciudad que se encuentra enclavada en el centro de la República Mexicana. La capital del estado del mismo nombre.
En esta pequeña ciudad, cuyos habitantes no pasarán quizás de cien mil, fue que nací hace ya algunas décadas.
Aunque no tiene ningún atractivo que merezca llamar la atención del mundo cosmopolita, tiene sus melancólicos paisajes, sus infértiles llanuras, su siempre majestuosa Malintzin, que, impasible, ve transcurrir los eones y la vida de quienes hemos tenido la dicha o la desgracia de compartir estos tiempos con ella, nuestra querida montaña.
La gente aquí es, digámoslo fríamente, ignorante.
No se distingue este rincón del país por una buena educación de sus habitantes. La mayoría de ellos se conforma con vivir una existencia mediocre, sumidos en sus preocupaciones diarias, aderezadas con tardes de televisión (casi siempre la programación de Televisa, o quizás de Telehit o MTV si es la juventud más "civilizada"). Y noches del noticiero con Joaquín López Dóriga; tragándose, sin digerir ni expresar comentario crítico alguno a la sarta de mentiras y manipulación informativa de este digno sucesor de Zabludovsky.
Los tlaxcaltecas no leen, no escuchan buena música, no sienten el menor interés por cultivarse. Ven pasar sus paupérrimas existencias en días de oficina, o dando clases mediocres, o, más común aún, manejando una combi colectiva, escuchando música vulgar y sin sentido a todo volúmen, para "deleite" de quienes tienen que utilizar este terrible medio de transporte colectivo.
Si se hiciera una encuesta (ahora que están tan de moda por el ambiente electoral), me atrevería a garantizar que el 99% de ellos nunca han escuchado hablar de alguien llamado Herbert von Karajan, y casi un 99.9999% que nunca han oído mentar a un tal Carl Sagan.
Los pocos tlaxcaltecas que logran terminar una profesión, se dedican de manera casi exclusiva a ella. Es decir, si son médicos, no tienen ninguna otra habilidad intelectual que la medicina. Si se les pregunta de música o literatura son unos verdaderos ignorantes. Lo mismo sucede con aquellos que han dedicado su vida a la docencia: fuera de aquello que tienen que enseñar a sus alumnos, no tienen la más pequeña noción de lo que existe en su derredor.
Claro, en la medida de lo posible, trato de no generalizar. Sé que, en la lejanía que brinda el anonimato, habrá algunos tlaxcaltecas que no caen dentro de ese cuadro tan deprimente que he pintado. Estoy cierto que hay lumbreras en esta pequeña ciudad y estado. Pero, desafortunadamente, son más la excepción que la regla.
¿Cuál es la causa de tanta ignorancia entre los habitantes de mi estado? No lo sé. Quizás sea sólo un reflejo más de lo que acontece en el resto del país, especialmente del bajío hacia el sur de la República.
¡Qué triste!
A veces resulta tan solitaria la vida para quienes hemos descubierto que hay mil razones para maravillarse por esta existencia. Y no tener con quién compartir todos estos conocimientos, toda esta apreciación por las bellas artes.
Y bien, para terminar, no me considero la excepción de entre todo este bullicio de tlaxcaltecas. A mi manera, también contribuyo a formar parte de los mediocres. No se puede ser menos cuando se nace entre penurias.
Sí, es un país en el que da pena vivir. Porque gracias a esta manera tan especial de ser de los mexicanos, hemos permitido que exista un Carlos Slim al lado de gente que literalmente se muere de hambre.
Ello se refleja desde luego, y con sus debidas proporciones, en nuestro estado. Hay familias acaudaladas y hay también personas que viven en la miseria total, en la ignorancia completa de todo esto que hoy forma parte del siglo XXI.
Por todo ello, a veces suelo exclamar: ¡Pobre Tlaxcala!
¡Pobre México!