La marcha continua del tiempo, con sus imperfecciones y ventajas.
Hace algunos años, mi vida entera giraba en torno de un estulto. Hoy, aunque he dejado ese lóbrego momento en el pasado, no puedo negar que algunas ocasiones el peso inexorable de la soledad me hace volver la vista atrás.
A ese pasado de noches llenas de pasión, de sábados o domingos de salir a la ciudad de Puebla, ir a Angelópolis, llegar a desayunar o almozar al Sanborn’s, luego ir de compras (aunque claro, yo no compraba nada para mí, sino para ese ser que hoy es sólo un fantasma en mi existencia).
Después, ir al cine a ver una buena película (aunque claro, no siempre resultaba tan buena como hubiera querido). Regreso a mi departamento y nuevamente hacerle el amor a ese personaje.
Eran días que mantenía ocupados, sí, es cierto.
Pero es justo mencionar que no todo era felicidad. Siempre, en aquellos días había discusiones, había enojos.
Que si porque no lo compraba un pantalón de más o algún otro capricho que el niño tenía. (¡Ouch! Me escuché muy “Amanda Miguel” )
Que si porque le pedía a cambio de ese “regalo” una noche de sexo que lo hacían sentir, según él, un prostituto. Bueno, pienso yo, finalmente eso era, ¿entonces por qué darse esos aires de gente decente?
El punto aquí es la soledad.
Ya no existe ese parásito en mi vida.
Pero me siento solo.
Enormemente solo.
Claro, es justo mencionar que paulatinamente he ido recuperando un poco de mí (sólo un poco). Tengo todo el tiempo libre para dedicarlo a mis placeres. Tanto los de la carne, pero principalmente los intelectuales.
Desde el año pasado he leído tal cantidad de libros como hacía muchos años no lo hacía. Y esto, como bien es sabido, es quizás uno de mis más grandes placeres, sólo comparable al de estar escuchando una sonata de Bach, las variaciones de Goldberg, también de Bach; o algún concierto de Beethoven, Dvôrak o Mozart, dirigido por el genial Herbert von Karajan, por Claudio Abbado o, quizás por Leonard Bernstein.
He vuelto a escribir.
Aunque no con la frecuencia con que lo hiciera en el pasado. Y, contrario al pasado, tal pareciera que hoy, que tengo el tiempo para poder escribir, me enfrento al más temido de los traumas de todo aquél que gusta de escribir: el bloqueo del escritor.
Pero, en espera de que regrese mi maldita musa de mierda, me contengo con continuar leyendo, no sé cuántos libros lleve en este año, pero son seguramente más de treinta.
Hace algunos años, mi vida entera giraba en torno de un estulto. Hoy, aunque he dejado ese lóbrego momento en el pasado, no puedo negar que algunas ocasiones el peso inexorable de la soledad me hace volver la vista atrás.
A ese pasado de noches llenas de pasión, de sábados o domingos de salir a la ciudad de Puebla, ir a Angelópolis, llegar a desayunar o almozar al Sanborn’s, luego ir de compras (aunque claro, yo no compraba nada para mí, sino para ese ser que hoy es sólo un fantasma en mi existencia).
Después, ir al cine a ver una buena película (aunque claro, no siempre resultaba tan buena como hubiera querido). Regreso a mi departamento y nuevamente hacerle el amor a ese personaje.
Eran días que mantenía ocupados, sí, es cierto.
Pero es justo mencionar que no todo era felicidad. Siempre, en aquellos días había discusiones, había enojos.
Que si porque no lo compraba un pantalón de más o algún otro capricho que el niño tenía. (¡Ouch! Me escuché muy “Amanda Miguel” )
Que si porque le pedía a cambio de ese “regalo” una noche de sexo que lo hacían sentir, según él, un prostituto. Bueno, pienso yo, finalmente eso era, ¿entonces por qué darse esos aires de gente decente?
El punto aquí es la soledad.
Ya no existe ese parásito en mi vida.
Pero me siento solo.
Enormemente solo.
Claro, es justo mencionar que paulatinamente he ido recuperando un poco de mí (sólo un poco). Tengo todo el tiempo libre para dedicarlo a mis placeres. Tanto los de la carne, pero principalmente los intelectuales.
Desde el año pasado he leído tal cantidad de libros como hacía muchos años no lo hacía. Y esto, como bien es sabido, es quizás uno de mis más grandes placeres, sólo comparable al de estar escuchando una sonata de Bach, las variaciones de Goldberg, también de Bach; o algún concierto de Beethoven, Dvôrak o Mozart, dirigido por el genial Herbert von Karajan, por Claudio Abbado o, quizás por Leonard Bernstein.
He vuelto a escribir.
Aunque no con la frecuencia con que lo hiciera en el pasado. Y, contrario al pasado, tal pareciera que hoy, que tengo el tiempo para poder escribir, me enfrento al más temido de los traumas de todo aquél que gusta de escribir: el bloqueo del escritor.
Pero, en espera de que regrese mi maldita musa de mierda, me contengo con continuar leyendo, no sé cuántos libros lleve en este año, pero son seguramente más de treinta.
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