El tiempo, ese aliado o enemigo, dependiendo de las circunstancias en las que nos encontremos. Ese concepto tan aparentemente relativo pero que es el implacable juez que momento a momento nos va acercando al inevitable final.
Hace apenas cinco escasos meses las circunstancias me hicieron tomar conciencia sobre lo que el tiempo significa y lo mucho que estaba acostumbrado a desperdiciarlo.
A lo largo de mi ya luenga existencia había decidido simplemente dejar pasar los días y los meses hasta que mi propio hartazgo me obligara a tomar la decisión final.
Sin embargo, a principios del 2005 esta aparente decisición inevitable tomó un giro de 180 grados y, después de largas noches de meditarlo, decidí tomar las riendas de una vida que iba en picada para intentar remontar nuevamente el vuelo.
Fue con muchos problemas y esfuerzos que llegué a diciembre de ese año. Sólo para saber que, lo que al principio me había sido diagnosticado como Hepatitis "A" resultaba que era un tumor maligno en al páncreas.
De súbito los acontecimientos se sucedieron con una celeridad inexplicable. Cuando quise reaccionar ya estaba programado para una cirugía mayor para el día 13 de diciembre. Cirugía de la que había 40% de posibilidades de salir con vida y, si lo hacía tenía un 70% de morir en el transcurso de las 72 horas siguientes a la misma.
En el momento en que me diagnosticaron dicho mal sentí un profundo coraje contra la vida misma porque a lo largo de ella había siempre buscado el final de mi existencia; y ahora que había decidido luchar por vivir unos años más, el destino me jugaba esta mala pasada.
El día 13 de aquel mes, cuando entré a quirófano, sentí lo que probablemente sienta un condenado a muerte. En aquel momento hubiera dado lo que fuera para volver el tiempo atrás, para tener la oportunidad de mirar un nuevo amanecer.
Enorme felicidad fue despertar de aquella cirugía de escasas cuatro horas y enterarme que el tumor que había estado presente en cada uno de los estudios practicados, había desaparecido, o, lo que es más seguro, nunca había estado ahí.
Es de esta manera que he podido experimentar lo que en el argot vulgar se conoce como "la muerte chica".
Sin embargo, más allá de la experiencia traumática de aquellos días. El aprendizaje final fue que he aprendido a disfrutar mucho más de mi existencia, con todos sus bemoles.
Los acontecimientos superfluos ya no me afectan en lo más mínimo porque finalmente he comprendido que no hay desgracia mayor que la propia muerte. Todo lo demás tiene solución, menos enfrentarse al cese definitivo de la existencia.
Producto de ello me he dedicado en la medida de lo posible a escrir, sobre todo un par de novelas que habría dejado inconclusas si hubiera muerto.
No las escribo con objeto de que sean best-sellers, sino simplemente por la necesidad y el placer que me otorga desahogar mi imaginación de esa manera.
Mas ello..., es motivo de otro comentario más amplio....
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