Sí, lo recuerdo muy bien.
La decisión la tomé 2 meses antes. Unos quince o veinte días después de haber corrido a Ernesto de mi casa, después de 7 meses de vivir juntos.
Simplemente no pude tolerar la idea de la Soledad, de enfrentarme a mis monstruos por enésima ocasión. Súbitamente, me di cuenta que mi existencia carecía de sentido si no la vivía junto a él.
Al mirar en mi derredor, sólo encontré la sempiterna lobreguez que me anega con tanta frecuencia. Carajo ¡Ya estaba harto! No quería pasar otra vez por ese amargo camino de las lágrimas, de la desesperación, de embriagarme hasta vomitar mi tristeza.
¿Es que acaso no tenemos el derecho de enloquecer alguna vez en nuestra vida?
Pero no nos engañemos, yo estaba loco aún antes de correrlo. Estaba loco desde el momento en que lo llevé a vivir conmigo, desde el momento en que decidí, no sólo alimentarle y educarle, sino satisfacer hasta sus más pueriles caprichos, creyendo estúpidamente que correspondería a ello entregándome su amor perenne.
No sucedió así, y ese fue el principio de la pesadilla.
Fue un 31 de marzo cuando le dije que se largara de mi casa. Recuerdo que me suplicó llorando que no lo corriera, que su actitud cambiaría para nuestro beneficio. Pero mi ira y borrachera me impidieron razonar y lo puse de patitas en la calle. No me importó el hecho de que no tuviera dónde ir o con quién refugiarse.
Un par de días después, me di cuenta cabal de mi garrafal error. Traté de enmendarlo.
Le rogué.
Le lloré.
Le prometí.
Le juré que nunca más volvería a tomar.
Todo fue en vano.
Simplemente se fue, dejándome sumido en la más terrible de las soledades y en la más profunda depresión que hubiera sufrido hasta ese día. La idea intolerable de la existencia sentó raíces en mi voluntad. No había nada ya por qué permanecer aquí, por qué superar esta caída.
Fue así que, al no obtener su perdón, decidí suicidarme.
No podría plasmar las ideas y pensamientos que surgieron en mi mente desde que decidí hacerlo. Simple y sencillamente comencé el ritual, harto conocido en los suicidas, de prepararme para el día. Regalé las pertenencias que creía de algún valor. Escribí muchas despedidas. Conseguí una caja de alprazolam.
El hecho de volcar mi voluntad hacia la búsqueda de la autodestrucción, provocó que en los días previos al día D, me llenara incluso de felicidad (si felicidad puede llamarse al hecho de evitar embriagarme a diario y llorar desconsolado durante horas).
No sé por qué decidí que el día fuera el lunes 11 de Junio.
El día amaneció nublado como hoy. La grisácea atmósfera iba de acuerdo con mi estado de ánimo. No me sentía feliz, sino liberado al saber que ese sería el último día de mi existencia. Fui a trabajar, pero mi semblante era tan patético que mi jefa me dijo que me tomara el día libre. Él había ido a verme, le di un raid a la casa de su hermana, cuando llegamos le dije: "Ten, te regalo mi celular, yo ya no lo necesito más". Me miró asombrado, preguntándose seguramente si había perdido la razón. Lo curioso es que...¡tenía razón!
Llegué a mi departamento. Y comencé a preparar el escenario de lo que sería no sólo el mayor fracaso de mi vida, sino el primer parteaguas en la historia de mi mierda existencia.
¡Qué vida tan patética!
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